ANTECEDENTES
A lo largo de buena parte del siglo XX, y sobre todo a partir de 1958, Colombia mantuvo una notable estabilidad económica y política, combinada con altas dosis de agitación social y períodos de violencia que fueron generando las bases para su propia destrucción. El marginamiento social de vastos sectores de la población y la estrechez del juego político, si bien no han sido la causa de la violencia, sí han contribuido a su expansión no sólo en regiones pobres y abandonadas, sino sobre todo en zonas en donde una súbita riqueza inesperada, no regulada o mal distribuida por el estado, había dado origen a una disputa encarnizada por su apropiación. En tres oportunidades a lo largo de ese siglo, la violencia irrumpió a la superficie política: en el paso del siglo XIX al XX, en la Guerra de los Mil Días (1899 – 1902); a fines de los años cuarenta, cuando ésta se agudizó tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y dio paso a La Violencia liberal – conservadora (1948 – 1958); y, desde mediados de los años noventa, con la intensificación de la lucha guerrillera y paramilitar. De las tres explosiones violentas, la última es la que parece haber puesto más seriamente en peligro la tradicional estabilidad económica y política de Colombia.
Hay que tener en cuenta que, desde comienzos de los años setenta, había empezado a desarrollarse en Colombia un fenómeno que, al amplificar y aumentar en proporción geométrica los problemas acumulados y la misma violencia política, cambiaría el curso de la historia nacional: se trata del problema de las drogas, sin cuyo impacto probablemente el país no habría llegado a la crisis actual. Estimulado por el enorme mercado estadounidense y surtido por la oferta de pasta de coca de Perú y Bolivia, la cocaína encontró en Colombia no sólo una plataforma geoestratégica adecuada sino, sobre todo, un nicho social propicio, creado por una situación estructural de aguda desigualdad social, ilegalidad y violencia, que no habían podido ser institucionalmente canalizadas por un sistema político en decadencia. En los años ochenta se crearon poderosas bandas criminales y en los noventa, comenzaron a extenderse aceleradamente los sembrados de coca y amapola, sometidos al control y el patrocinio de las organizaciones armadas ilegales lo que contribuyó a que, fuera de sus graves efectos económicos y sociales, uno de los mayores impactos del negocio se tradujera en el fortalecimiento de la corrupción y violencia política y social ya existentes. En efecto, gracias a los recursos de allí derivados, guerrillas políticamente marginales y grupos paramilitares dispersos que con la complicidad de sectores militares habían surgido para defender a narcotraficantes, ganaderos, comerciantes o políticos locales comenzaron a acumular una fortaleza financiera y militar que contrastaba con la penuria de los aparatos de seguridad del estado, penetrados además por la corrupción e implicados en severas violaciones de los derechos humanos. Con esos recursos y los derivados de la extorsión y el secuestro, aprovechando el creciente caos institucional y apoyándose en los agudos desequilibrios sociales existentes, estos aparatos armados ilegales lograron hacer presencia en buena parte de la geografía nacional.
Simultáneamente, diversos factores comenzaron a afectar la tradicional estabilidad económica que, hasta el momento, le había concedido al estado ciertos márgenes de acción. Los desastrosos efectos que la apertura indiscriminada de comienzos de los años noventa tuvo en la economía agraria, la crisis del café, la fumigación de los cultivos de coca y la lucha del estado contra cultivadores y recolectores contribuyeron a darle a la violencia nuevas oportunidades La recesión económica de fines de los años noventa y el drástico ajuste de los dos mil han dejado graves efectos sobre la producción, el empleo –el cese se acerca al 20%- y la desarticulación social.
La estabilidad política no tuvo mejor suerte. El acuerdo del Frente Nacional (1958-1974), que en su momento rescató al país de la violencia interpartidaria y al estado de la dirección militar, sembró también la semilla de su decadencia. El bipartidismo se adueñó del poder y excluyó del mismo a las fuerzas de oposición, mientras un clientelismo y una corrupción exentos de competencia y control fueron invadiendo la vida pública y haciéndole perder credibilidad a las instituciones. Los dineros ilícitos penetraron paulatinamente la política regional hasta llegar a la campaña electoral de Ernesto Samper (1994 – 1998). El descrédito nacional e internacional del gobierno y el Congreso así como la descertificación unilateral estadounidense y la presión extrema por la salida del gobernante contribuyeron a desalentar la inversión y a incrementar el gasto público con destino a la compra de respaldo político. Desde 1995, las guerrillas intensificaron sus ataques a la economía, le propinaron duros golpes al ejército y la policía y aumentaron su asedio a la población civil. Simultáneamente, autodefensas y paramilitares se unificaron, extendieron su radio de acción y forzaron masivos desplazamientos de población.
Al momento de la llegada al poder de Andrés Pastrana (1998 – 2002) el estado y la sociedad colombiana se encontraban ya en una situación de extrema debilidad frente a los actores armados ilegales. Se podría decir que Pastrana se vio entonces casi obligado a asumir dos estrategias complementarias: por una parte, a lanzar un audaz proceso de paz, y por otra, acosado por la crisis fiscal, a buscar recursos en el exterior para fortalecer el estado. Con eso fin diseñó su "diplomacia por la paz". Aunque su gobierno apeló a instancias multilaterales, así como también a Europa y el Japón, de antemano se sabía que la única fuente realmente disponible eran los Estados Unidos, implicados ya de antemano en la situación colombiana1, e interesados en aumentar la lucha militar contra el problema de las drogas e involucrar en ello al ejército colombiano. En consecuencia, Pastrana presentó el proceso de paz en Washington como la mejor manera de luchar contra ese flagelo.
Inicialmente, la Casa Blanca y los demócratas apoyaron las iniciativas de paz de Pastrana mientras los republicanos y el Pentágono se mostraban más inclinados a incrementar el apoyo a la fuerza pública colombiana para la guerra frontal contra la "narcoguerrilla". Con el correr del tiempo, sin embargo, los cambios en la situación doméstica estadounidense y la dinámica misma del conflicto colombiano fueron modificando las percepciones de Washington sobre el problema. Tanto en Estados Unidos como en Colombia aumentó la desconfianza en el camino adoptado por el gobierno de negociar en medio de un conflicto cuyas tasas de asesinatos y secuestros (la mitad de los que se producen en el mundo), de terrorismo (tercero a nivel mundial), desplazamiento de gentes, exilio de defensores de derechos humanos y huida de colombianos, especialmente hacia Estados Unidos, no cesaban de aumentar.
En el primer año de gobierno de Pastrana se conocieron dos versiones iniciales del Plan Colombia elaboradas por técnicos colombianos de planeación y dirigidas a crear condiciones económicas, sociales y ambientales que propiciaran una paz integral, con participación y concertación social, para enfrentar las causas objetivas y subjetivas de la violencia y la relación del conflicto con el problema de las drogas ilegales. En octubre de 1999, funcionarios estadounidenses formularon una tercera versión del Plan, que dio origen, primero, a la propuesta presentada por los republicanos al congreso estadounidense y, luego, al proyecto de Clinton de comienzos de 2000, y que fue aprobada en junio de ese año como US Aid Package. El cambio había sido total, lo aprobado estaba centrado en el fortalecimiento militar (ver el cuadro N° 1), para que, en la lucha de la policía contra los cultivos ilegales, el ejército pudiera hacerle frente a sus eventuales protectores armados y, de ese modo, los estimulara a negociar la paz. El esfuerzo por conciliar los intereses dispares de Bogotá y de Washington, hicieron que el Plan Colombia acabara mezclando y confundiendo peligrosamente dos objetivos distintos, el tratamiento del problema de las drogas y la disuasión de la insurgencia armada, asuntos que, a pesar de sus innegables nexos, requieren de una distinción cuidadosa si se quiere diseñar una estrategia adecuada frente a cada uno de ellos.
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